EL DORADO

La preocupación que los antiguos artistas tenían por la duración de sus obras se revela en la cuidada elección de los materiales y la exactitud en los procedimientos, que se detecta a través del estudio de los antiguos tratados. Estos textos, expuestos de modo claro y pedagógico, pretendían transmitir los conocimientos técnicos de su época, representando una valiosa e imprescindible documentación en la formación de los artistas. En algunos casos se trata de recetarios reco- pilados de manera amplia y minuciosa, mientras que en otros son meras traducciones, con frecuencia, incompletas o erróneas, que deben ser interpretadas por ello con prudencia. Estos textos son testigos del pasado y guía cronológica del descubrimiento y mani- pulación de ciertos productos, así como de la aparición de nuevos métodos y terminologías.

El gran valor atribuido al oro a lo largo de los tiempos se debe proba- blemente a sus cualidades -brillo, durabilidad e inalterabilidad-, así como a su escasez y dificultad de extracción. Desde la Edad de Piedra se ha usado como amuleto y ofrenda a los dioses, tal como lo atestigua su presencia en forma de joyas, brazaletes o vasijas, así como en sarcófagos y mobiliario de toda índole en civilizaciones orientales y occidentales.

De igual modo, en todas las culturas antiguas el oro, junto con la plata, se relaciona con creencias mitológicas y astrológicas. En las manifesta- ciones religiosas, sociales y artísticas de los distintos pueblos este metal ha tenido una estrecha relación con el concepto de luz vinculado al sol, al que se adoraba como símbolo de la divinidad. Esta valoración se mantuvo constante a lo largo del tiempo, destacando especialmente durante el gótico, donde la concepción estética concebía el espacio interno del templo como un lugar de teofanía, en el que la distribución de elementos aludía a la presencia de Dios. Apelando a esta exaltación del poder divino y terrenal, se seleccionaban aquellos materiales artísti- cos que así lo transmitieran al espectador. Por ello el oro tuvo de nuevo una presencia destacada en este periodo: su brillo, acentuado por la luz que penetraba a través de las vidrieras, evocaba la presencia divina.

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